lunes, 5 de octubre de 2009

Semblanza de Jordán Bruno Genta





Escribe Antonio Caponnetto


I. Mi nombre es la bandera jamás vista, impaciente de entrar en el combate
Gerardo Diego

Dirán las crónicas –y dirán bien- que Jordán Bruno Genta nació en Buenos Aires, el 2 de octubre de 1909; y que cayó asesinado por una banda marxista, el ERP 22 de agosto, en la vereda misma de su casa, el domingo 27 de octubre de 1974, rumbo a la Santa Misa. En plena guerra desatada por el Comunismo Internacional contra la Argentina, y militando activamente el caído “en el costado limpio de la batalla”; esto es, defendiendo a Dios y a su Patria.
Dirán que cursó su bachillerato en el Mariano Moreno, y que egresó filósofo de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, cuando promediaba el año 1933.
Si se quiere seguir la fría línea curricular, anotarán los registros que llegó a ser Rector de la Universidad Nacional del Litoral, en la que se desempeñaba como profesor desde 1935; así como llegó a ser Rector del Instituto Nacional del Profesorado Secundario, en Buenos Aires, y Director de la Escuela Superior del Magisterio, en esta misma capital. Cargos todos a los que arribó en el momento inicial de la triunfante Revolución de 1943. Cargos todos de los que fue despojado, cuando dicho alzamiento militar traicionó su quicio católico y nacionalista, para dar inicio a la larga etapa populista, hegemonizada por uno de los personajes más crapulosos de la historia patria. La aristocracia política, intelectual y castrense le confió las riendas de la rehabilitación educacional que la nación necesitaba. La demagogia de los politicastros, los indoctos y los uniformados sin honor ni coraje, le arrebataron esa misma tarea que sensatamente le había sido confiada.
Casi como un signo de los tiempos que sobrevendrían, en 1945, año de graves derrotas, Genta fue dejado cesante, y desde entonces jamás ocuparía sitial alguno en la vida pública nacional. Tuvo posibilidades promisorias en el extranjero. Las desechó para permanecer asido con firmeza a su tierra doliente. Tuvo otros ofrecimientos directivos en el ámbito universitario. Los rechazó arguyendo que debían restituirle primero lo que injustamente se le había arrebatado .
En la pared de su despacho del Instituto Nacional del Profesorado Secundario, había colocado un retrato de Don Juan Manuel de Rosas. Lo sacaron las hordas que tomaron por asalto dicha casa, el 2 de abril de 1945; claro y triste mentís a quienes imaginan lineas histórico-políticas contemporáneas presuntamente continuadoras del rosismo. Por la misma época, y movido por similar odio ideológico, sufrió otro embiste en la Escuela Superior de Magisterio, al que respondió con notable entereza . Previamente, en 1941, el masón Silvano Santander, lo había declarado incurso en las llamadas “actividades antiargentinas”, grotesca bellaquería que agravia al fiscal, no al acusado.
Hito tras hito podríamos continuar así el relato biográfico, o por mejor decir, y para su gloria, de fracaso mundano tras fracaso mundano, que el éxito de los hábiles le fue esquivo y reacio, prefiriendo siempre la soledad en la Verdad al error en compañia. Soledad aneja a las privaciones,a la cárcel, a las persecuciones llegadas en abundancia, sin que se le escucharan quejas, ni mucho menos protestas al cielo.
Dirán más las crónicas si son minuciosas y gustan de las paradojas. Que Genta tuvo un padre ateo y anarquista, cuyas torvas convicciones buscó plasmar en el nombre elegido para su hijo. No pudo esta vez la sentencia marechaliana, recibiendo su nombre un destino propio, ajeno y contrario en todo al impío a quien intencionalmente remitía la paterna designación.
Otra paternidad impropia se la daría la universidad reformista, transida de materialismo y de positivismo, con personajes tan funestamente tutelares como representativos, tales Francisco Romero, Alejandro Korn o José Babini. A su turno –cuando el discípulo se le iba inexorablemente de las manos- cada uno a su manera intento el “rescate”. Que tomó las formas de una epístola admonitoria, de una visita inquisidora o de una tentadora beca en Francia. El rechazaba todo, presintiendo ya una filiación más alta. Le llegaría en 1940, cuando buscó voluntariamente el bautismo, en la Inmaculada Concepción de Santa Fe. Antes, claro, había optado por la Cruzada Española, oponiéndose a los rojos de alende y de aquende. Y un poco antes aún, había iniciado el derrotero intelectual hacia la Fe, releyendo a los griegos. De la paideia helénica pasó a la Paideia Christi, misterioso tránsito que no podría explicar en este singularísimo caso toda la sabiduría de un Werner Jaeger. Pero que retrató el corazón sacerdotal del Padre Eliseo Melchiori,cuando en las antípodas de Niesztche -que le reprochaba a Platón el haber tendido un puente de plata para que la humanidad pasara al cristianismo- se alegró de que “la admiración de la muerte de Sócrates” hubiera suscitado en Genta “una ascensión indescriptible” que lo llevó “al comentario estremecedor de las siete palabras de Cristo en la Cruz” .
Buenos sacerdotes y laicos notables hicieron lo suyo, muy especialmente en Paraná. La gracia, como simpre, hizo lo más importante. Su admirado Coriolano Alberini, habría dicho al verlo bautizado, aquello que escribió en su Axiogenia: que “los valores surgen cuando la vida ha llegado a una conciencia de sí, y se manifiestan plenamente a la persona humana”. Al converso Genta - extraordinario caso argentino de una metanoia personal con universales resonancias- esos valores se le encarnaron en bienes, y tuvo desde entonces la conciencia plena de que cabía vertir la sangre en su custodia.
Estará bien, reiteramos, que las crónicas hagan los suyo y nos aproximen informaciones sobre su vida ejemplar. Pero creemos que a un hombre se lo conoce por sus amores, por su palabra, por su pensamiento, por sus frutos y por su muerte. Acerquémosnos a cada una de estas posibilidades.

II. Para conocer a un hombre, pregúntale lo que ama
San Agustín

Genta amaba a Dios Uno y Trino. Al Dios que crea las cosas nombrándolas, al Dios Verdadero de Dios verdadero, como lo definió Nicea. Al Dios que en Cristo se hace pobre, sin dejar de ser Rey. A la Iglesia, a la que se había injertado en la madurez de la vida. Por eso su dolor fue tan grande ante la secularización y el falso ecumenismo, ante la cobardía de los pastores y la traición del clero, ante la herejía progresista y el silencio ominoso de quienes deberían haber hablado antes, mejor y más rotundamente.
Amaba a la Patria, bien que no se elige, sino que se hereda y se impone. Bien cuyo “perfil esencial” calificó de hispano y de católico, sin olvidarse de las raíces helénicas y romanas. Por eso fue también grande su dolor al constatar la servidumbre en que se hallaba, el caos en que se hundía, la noche ruín en que se asfixiaba. Y llamó a los responsables de tan grande mal con adjetivos durísimos, convocando a la resistencia y a la lucha, sin renunciar a la esperanza.
Amaba al hogar, porque “brinda la intimidad y protege el pudor de los miembros en un ambiente recoleto y vedado para los extraños”. Porque “allí y solamente allí, se atiende el peculiar modo de ser y se perfilan los caracteres. El más fuerte lleva la carga de los débiles, y se consuman en silencio los mayores sacrificios” .
Amaba asimismo el paradigma del amor cristiano, expresado en la unión de los esposos, en la fidelidad de los amigos, en el cuidado de los hijos, en la lealtad de los camaradas, en el esplendor de los arquetipos, en la promesa de los discípulos, y por sobre todo en su máxima expresión:el Verbo mismo, Cristo Crucificado y Resucitado. Por eso su dolor aumentaba si crecían, como crecían, las expresiones de vulgaridad y de plebeyismo, de ordinariez y de promiscuidad en las costumbres. “Cuando nos leía y comentaba textos de Castillo de Bovadilla sobre la nobleza, descubría el rostro auténtico de la sociedad, lo que debiera ser por mayor fidelidad a la idea divina” .
Amaba la Universidad. Por eso su dolor al verla sin ciencia y sin logos, sin jerarquías ni sabiduría humana, huérfana de theoria y sumida en el más burdo ideologismo disociador. Desaristotelizada, para decirlo con un término por él acuñado, que gustaba repetir y lo condensaba todo. Porque si no está Aristóteles no está Occidente. Y si no está Occidente no está la Unidad del Saber.
Dios, Patria y Hogar: la síntesis de sus amores y de sus dolores, la tradicional divisa.
Si el Dios amado le era un familiar, por la virtud de la parresía. Si la patria amada lo era con amor filial, fraterno y esponsalicio, por la virtud de la pietas; el hogar amado era Iglesia Doméstica, por la virtud de la abnegación sin reservas. Allí lo conocimos, haciendo realidad aquello que Anzoátegui diría de Chesterton, otro hombre-vida:

Creía en el milagro del pan y del tocino,
y en la luz clamorosa que se oculta en el vino,
y en el hada Morgana y el guerrero cruzado,
y en la Virgen María y en el Verbo Encarnado.
Y llegaba a las cosas, y les daba su nombre,
Y las cosas estaban al servicio del hombre.


Amaba la Verdad, el Bien y la Belleza, de un modo principal, categórico, dominante. Verdad crucificada, que con San Juan quería izar sobre lo Alto, para que todos la contemplaran (Jn. 12,32). Bien que deseaba extender a sus compatriotas, para quienes reclamaba un “trato de honor”, cualquiera fuese el puesto o la misión desempeñada; Belleza que empezaba por manifestar en ese decir inigualable, ejercitado como un hábito en todas las circunstancias de la vida. Nada menos que Hugo Wast salió a reconocérselo: “Tiene Usted una prosa rica y profunda, como si fuera de bronce de Corinto, ese rico metal, producto del incendio de la ciudad, en que se fundieron y mezclaron todos los metales, desde el acero de las espadas, hasta el oro y la plata de los vasos sagrados” .
Amaba Genta a las Fuerzas Armadas de la Nación, cuyo encomio trazó en la línea lugoniana. Por eso le estremecía de espanto verlas reducidas a un manojo de profesionalistas asépticos, conducidas por badulaques, o hueras de una doctrina de guerra contrarrevolucionaria. Por eso no aprobó nunca que sus integrantes recibieran la orden de enfrentarse clandestinamente contra el terrorismo, o que optaran por combatir a los guerrilleros oculta y aviesamente, con sus mismos métodos. “No”, dijo, “esa manera de actuar es inadmisible. Si tiene que defenderse y combatir, el cristiano debe hacerlo en la luz y a cara descubierta, y no desde la sombra y con el rostro encapuchado. Los que tienen que desplegar la lucha armada son los integrantes de las Fuerzas Armadas de la Nación, quienes deben apresar abiertamente a los guerrilleros, juzgarlos públicamente según las leyes de la guerra, condenarlos públicamente y, si fuese posible, ejecutarlos públicamente” . Amaba al fin , si se nos permite la redundancia, todos los modelos egregios del amor cristiano, desde el de los conyuges hasta el de los santos y los héroes. Y supo amar la buena muerte, que quiso, pidió y ofreció a Dios para sí mismo, siendo escuchado. Porque si algo merecía este varón singular, era morir en combate.

III . Luchador denodado contra una civilización cabalística
Padre Julio Meinvielle

Junto con sus amores esenciales, a un hombre, decíamos, se lo conoce en segundo lugar por su palabra, su conducta y su estilo.
Su palabra tenía el peso del acero, la altura de la estrella, la exactitud de la geometría. Urgente y urgida, impetrante y profética, ora arenga, ora parábola, testamento o lección magistral. Remontaba vuelo, pero sabía volver al valle para dilucidarnos las necesarias cuestiones terrenas. Era el Orador del Verbo, el Orador de la Cruz en la dura cuaresma de la patria.
Su conducta no conocía dobleces. Fue tenido por unos y otros como principista, intransigente, demasiado duro, excesivamente ortodoxo. Es el modo en que los rectos celebran y agradecen el comportamiento de los hombres eminentes; y es el modo en que los inferiores destratan a quienes no son tan tibios ni tan mediocres como ellos. Leída a derechas, le cabe la sentencia de Saint Exupery : “amo el agua pura y el vino puro, pero hago de la mezcla un brebaje para castrados”.
Nunca aconsejó cuidarse. Nunca escogió conservar el puesto, ni admitió aquellos en todo incompatibles con la extrema coherencia. Nunca sacrificó la publicidad de la Verdad a la privacidad de los propios intereses. Nunca lo arredró saber que los enemigos no perdonan. Prefirió vivir un día de león a cien años de cordero. Eligió con Castellani “los cien pájaros volando al uno en mano”. “Mí cátedra es mi palabra”, nos decía. “Y también es mi vida. Mi palabra me compromete a mi solo. Yo no hablo respaldado por ninguna institución, ni por ninguna fuerza”. En efecto, lo cuidaban los arcángeles. Hasta que ellos mismos, aquel domingo de octubre, le cerraron misericordiosamente los ojos.
Su estilo era alegre y optimista, jovial sin desbordes innecesarios, paternal sin afectaciones, afable y vehemente, generoso y caballeresco, galante y expansivo. Y porque sólo el humilde está en la Verdad, al buen decir teresiano, tenía Genta conciencia de sus debilidades y de sus dones. Si no alardeaba por estos últimos, tampoco simulaba no tener las primeras. Del famoso estilo prusiano que retrató Spengler, de seguro se le aplican dos atributos: la ordenación aristocrática de la vida, y el carácter que se rige a sí mismo.
Lo recuerdo entregándome un valioso libro revisionista, que sacó de su biblioteca, para que yo pudiese replicar la zoncera de un profesor. Cuando quise restituírselo, me dijo apenas ésto: “yo no te lo he pedido”. Y comprendí que era un regalo. Lo recuerdo manuscribiéndome la Oración del Paracaidista Francés, para que supiera qué cosas conviene pedir y cuáles no. Lo recuerdo en un andén de Constitución, esperando un tren del interior que no llegaba nunca, desplegando una lección magnífica sobre el ejercicio de la paciencia. Lo recuerdo recitando a Baldomero Fernández Moreno, ante el nacimiento familiar de una sobrina llamada Marcela.”¡Marcela, nombre de pastora y de princesa!”, repetía entonces con su voz bizarra. Casi como los hexámetros de Homero,o los pareados del juglar cidiano, podía improvisar y reiterar musicales frases ante determinadas situaciones. Era su cultivo de la eutrapelia. Lo recuerdo enojándose en una reunión doméstica, por haber preferido la gaseosa al vino, asegurándome que esas conductas serían penadas severamente en tanto ocupase la primera magistratura. Lo recuerdo una tarde veraniega, en una casaquinta, intentando unos fugaces malabares futbolísticos, ante el tierno reproche de su mujer, que lo ponía en aviso sobre el ineluctable paso de los años. Lo recuerdo erguido, enorme, protector, recibiéndome con mi futura esposa en el escritorio de su casa. Lo recuerdo –y no quiero olvidarlo nunca- cuando desplegaba su arte retórica, y las voces se hacían plegaría y poesía, saetas y tacuaras, laureles y tambores. “Nada grande en la vida se ha hecho sin pasión”, repetía con Hegel. La tuvo ordenada al logos, y por eso mismo fue hacedor de cosas grandes.
En tercer lugar, un hombre se conoce por su pensamiento.
Genta pensaba –y lo reiteró en su última conferencia- que “lo que necesita un pueblo es teología y metafísica”. Casi lo que había dicho Don Juan Manuel en su austero destierro, mate en mano: “lo primero que necesitan los pueblos es la calma y el silencio”. Pensaba que una íntima juntura une a la polis con el alma, no siéndole indiferente a aquella el movimiento ascendente o descendente de ésta. Pensaba que en materia antropológica sólo queda una opción de hierro: “un hombre dominado por sus impulsos y pasiones, o un hombre libre, que vive como San Francisco, muere como Sócrates, se destierra como San Martín, desface entuertos y venga agravios como Don Quijote, o colma su vigilia de serena sabiduría, como Aristóteles” . Pensaba en suma, que las dos banderas y las dos ciudades lo recorren todo, obligándonos a optar a cada paso. Los sofistas o el filósofo, las ideologías o la Idea, el Manifiesto Comunista o el Sermón de la Montaña, la escuela laica o la Pedagogía del Verbo, el ideal utilitarista o la preeminencia de la vida contemplativa, la concepción burguesa de la existencia o la consigna de Job, la trilogía jacobina o las tres virtudes teologales, la habilidad o la sabiduría, la masa o los arquetipos, la vida cómoda o el combate, la Revolución Mundial Anticristiana o la Doctrina de Guerra Contrarrevolucionaria; el populismo clasista y socialista o “un nacionalismo católico y restaurador, jerárquico e integrador, cristiano y argentino en su contenido y en su estilo” .
Como se advierte, el pensamiento de Genta, no se limitaba sólo al orden político, y aunque fue el ámbito en el que más repercusión tuvo, o por el que mayormente se lo conoce, la verdad es que se prodigó en otras disciplinas, tales la psicología, la filosofía, la teología, la sociología y la metafísica. Tengo ante mis ojos un cuaderno suyo, manuscrito, con las cien primeras páginas de un Tratado de Cosmología, que quedó trunco e inédito. Sus reflexiones iniciales son sobre Heráclito, las últimas que llegó a escribir trazan un cuadro comparativo entre Santo Tomás y Duns Escoto. Con justicia pues,valoró filosóficamente su obra nuestro admirado Alberto Caturelli, quien lo llamó “caudillo socrático cristiano” .
Todo este tesoro de sabiduría clásica, tradicional y católica, lo desplegaba Genta en su casa, despojado que fuera como vimos, de cualquier apoyo institucional o de respaldos estructurales. En esa casa podía encontrárselo, trabajando austeramente durante largas horas. Al verlo así, volcado sobre sus papeles y libros, era imposible no traer a la memoria esa descripción que hiciera José Antonio de la figura de Mussolini, cuando lo visitara en Roma. Estaba firme, “laborioso junto a su lámpara, velando por su patria, a la que escuchaba palpitar desde allí como a una hija pequeña”.
En ese mismo ámbito se veló su cuerpo, ya sin vida. En la cabecera del ataúd, la imagen de la Virgen, con un sable a sus pies. A la diestra una lanza, ensortijada con la cinta federal y el banderín argentino. Sobre su pecho amortajado, once rosas de sangre mártir, que se negaban a cicatrizar. Era el icono mismo del nacionalismo católico, el emblema de la victoriosa muerte martirial. Como en Jalisco, en La Vandée o en Alicante, pero en la Ciudad de la Santísima Trinidad, con nosotros de emocionados e indignos testigos.

IV. Por los frutos los conoceréis
Mt. 7, 16

En cuarto lugar, si no hemos perdido el hilo de este relato, decíamos que un hombre se conoce por sus frutos. Delicada cuestión.
Se ha dicho muchas veces que esta concepción de la vida, de la política y del magisterio que propiciaba Genta, resulta estéril a causa de su principismo, de su aferramiento a la theoria, de su ninguna inserción práctica o aplicabilidad inmediata. Se ha dicho que su prédica era inmovilista, en tanto rechazaba la praxis partidocrática, la acción pública en alguna de las variantes que el Régimen ofrece. Sin embargo —y he aquí la paradoja que queríamos resaltar— por ser cabalmente un theorico, era el hombre que mejor disponía al obrar. No al hacer, a la mera empiria o a las componendas y enjuagues, pero sí a las conductas coherentes, osadas, viriles. A las cruzadas, si fuera menester. Por eso - y es curioso cómo el enemigo reivindicó sin querer el orden natural- cuando el terrorismo marxista se resolvió a matar a nacionalistas católicos, empezó por Genta, por la cabeza, por el Maestro. Empezó, como corresponde, por el logos. El inmovilista era el que les perturbaba, precisamente porque con su ideario estable y perenne ponía en movimiento las inteligencias y los corazones. Los otros, los praxeólogos de toda laya, ubicuidad y oportunismo, los publicistas de la conveniencia de la contemporización, los propagandistas de las ventajas que trae el “infiltrarse en el sistema”, los componedores de mil fintas para obtener algún cargo, los eternos justificadores del arribismo, jamás fueron molestados. Sabedora es la refranera pólvora de que ella nunca debe gastarse en chimangos.
En sus enseñanzas, solía reparar Genta en un texto de Hegel, en el cual, más allá de los extravíos, el vigoroso pensador alemán acierta magníficamente. Es aquel extraido de las Lecciones sobre Historia de la Filosofía en el que se afirma que si alguna necesidad de defensa tuviera la “utilidad” de la filosofía especulativa, bastaría acercarse a las hazañas y a las gestas de Alejandro, el gran discípulo de Aristóteles: ”la grandeza de espíritu y las grandes empresas de Alejandro son el más elevado testimonio del óptimo resultado y del espíritu de tal educación (contemplativa), si Aristóteles tuviera necesidad de tales testimonios. El sólo hecho de haber formado a Alejandro basta para disipar todas las charlas acerca de la inutilidad de la filosofía especulativa”.
Y bien, algo análogo cabe decir de Jordán Bruno Genta. Y no lo decimos nosotros, lo reconoce expresamente el enemigo. Cada vez que se detecta o se teme una reacción heroica, extrema, audaz, contra la subversión marxista, la subversión económica o la que fuere, empieza a circular el fantasma de Genta, como inspirador, teórico o doctrinario de tamañas actitudes. Cada vez que se sospecha o se quiere instalar la sospecha de un levantamiento castrense, se saca a relucir la peligrosidad del gentismo. Cada vez que se publica un libelo contra la militancia nacionalista, es Genta quien se lleva las palmas de los odiados y temidos. Cada vez que en los institutos militares se efectúan las consabidas requisas bibliográficas, de Genta son los libros prohibidos y confiscados. Y cada vez que se busca una explicación de esa epopeya gloriosa qué fue la guerra aérea en las Malvinas, vuelve a sonar el nombre de Genta, no sólo en boca de los pilotos más valientes, sino también en boca de los ingleses que han tenido que reconocerlo sin eufemismos. Abrase con alborozo, a modo de ejemplo, el libro de P. Eddy, M.Linklater y otros periodistas ingleses, titulado The Falklands War, editado en Londres, en 1982, y traducido al castellano como Una cara de la moneda. En el capítulo diecisiete, titulado El mirlo y el halcón, dicen claramente estos señores, que las convicciones espirituales de los pilotos argentinos para lanzarse a la desigual batalla con el arrojo y la pericia con que lo hicieron, las fueron recibiendo del magisterio de Genta “autor prolífico, que defendía la devoción no a la Constitución sino a Dios y a la Patria” .
Los denostadores de los teóricos, los críticos de los principistas, los de lengua fácil para enjuiciar purezas doctrinales desde sus maridajes ideológicos, debería reparar siquiera un instante en el valor de este ejemplo y en el ejemplo de este valor. Resuenan todavía sus palabras, entre aquellos que no se rindieron: “Si queremos liberar a la Patria en Cristo y nuestra opción política es el Nacionalismo cristiano, debemos comenzar por nuestra libertad interior, renovando los afectos, bienes y poderes en Cristo Crucificado. Desprendidos del propio yo y de todo lo que poseemos, amaremos a la Patria y al prójimo con un amor trascendente, despojado de todo carácter posesivo y que no busca nada suyo. Amaremos como Cristo nos amó, con una disponibilidad sin reservas para el servicio y con un espíritu de sacrificio que todo lo da sin esperar nada. Tan sólo así venceremos al mundo como lo venció Cristo. No tendremos en cuenta el éxito, sino el testimonio de la verdad y el ejemplo de los hacedores de la Verdad. El Nacionalismo que no se propone reconstruir a la Patria en Cristo, no es conforme con la realidad ni con la verdad del hombre; no es tampoco conforme con el origen, la raíz y la esencia del ser argentino. Perder en esta cruzada es todavía ganar, porque del fracaso y de la derrota irradia una ejemplaridad triunfal y arrebatadora sobre las generaciones futuras” .
Los frutos del pensamiento de Genta son esos jóvenes que han encontrado su vocación religiosa, filosófica o militar en las páginas de sus libros. Esos docentes que se conducen en sus tareas diarias sabiendo que existe una pedagogía cristocéntrica. Esos sacerdotes que tienen su sacrificio por modelo de conducta. Esos amigos, discípulos y camaradas que envejecen hidalgamente, guardando –memoriosos y nostágicos- los pormenores de su aleccionadora compañía. En estos treinta años que lleva ausente, la Divina Providencia nos ha permitido constatarlo. De viaje en viaje, por el Litoral o por Cuyo, por el Tucumán o por Córdoba, por el duro Chaco, la antañona Santiago del Estero o la señorial Santa Fe, por todos los rincones de la patria asoman y florecen los frutos espirituales de Jordán Bruno Genta. Todavía hoy recuerdo estremecido, cuando en el cuarto de su parroquia, en General Alvear, provincia de Mendoza, me encontré con el retrato del maestro,que celosamente había colocado el Padre Reynaldo Viveros. El mismo que lo había acompañado cuando estudiaba en el Seminario de Paraná. Otro tanto hacía el Padre Quintás, en su modestísima vivienda santiagueña. Los dos curas han muerto. Pero vivieron proclamando entre los suyos una filiación intelectual que sabían comunicar gozosamente.


V. ¡Ni una lágrima! ¡Sin tristeza!
que la guerra
se dirige desde el cielo
mejor que desde la tierra.
Rafael Duyós

Por último, conocemos a un hombre por su muerte.
Toda vez vez que se pierde el anhelo superior de conquistar la grandeza, se está ante un signo inequívoco de irremisible decadencia. Rotos los vinculos que entrelazan la vida con su Origen, las naciones y los hombres quedan de espaldas a Dios e inmersos en la nada. Entonces, sólo los elegidos son capaces de reaccionar, y sostener la mirada fijamente en el vértice exacto del que nunca debió descenderse. “Pocos hombres”, dirá Rilke,“sienten ascender en ellos un impulso de obrar tan fuerte como para erguirse con ardor en la plenitud de su corazón; quizás ocurra en los héroes y Ios elegidos del prematuro tránsito.” Tal es el caso de Jordán Bruno Genta.
Signado por la Gracia de Dios, mantuvo fidelidad a Su Palabra en medio de la Gran Apostasía. Miró el abismo, más no para caer en él, sino para cruzarlo con la intrepidez del águila; y cruzándolo lo convirtió en peldaño hacia la eternidad. Así encaró la muerte, como el cruce de un abismo necesario que conduce a la infinitud. En tan augusta e irrepetible circunstancia, oyó el consejo de Agustín de Foxá:

Para la muerte, hermano, te vestirás de fiesta,
haciendo honor al limpio linaje de tu casta

Quien así moría era el mismo que frente a la corriente que todo lo envuelve en su cambio, había reivindicado el sentido de la Permanencia; y frente a la tentación del devenir nihilista opuso el valor de la identidad. “No os importe que los demás os contradigan” –arengó cierta vez a los jóvenes- “sólo debe preocuparos como a Sócrates no estar en contradicción con vosotros mismos”
Dolíale la Patria, a la que entregó su inteligencia clara y su pasión fogosa, y en los umbrales de la plenitud, como vemos, la propia vida. Porque por encima de todo compromiso en el tiempo, estaba la férrea religación con la Verdad que no tiene tiempo. Sabía y enseñaba que “no hay ni puede haber Argentina Soberana sin que Cristo y María reinen en ella “, pero para aspirar a tan empinada condición era necesaria la disposición al sacrificio. Y la tuvo.
Alguien muy próximo a él en el afecto, su esposa Lilia, había dicho, dolorida por la constatación, que no eran aquellos tiempos “de églogas, rimas y redondillas”.“Antes será el Combate y el entrevero, la tierra dura resquebrajada, el aire que huele a pólvora, aguas del río bajando rojas, y cada espina de los pencales de la montaña, goteando sangre. Cuando la espada corte los invisibles hilos del aire, sobre la tierra rescatada, será de nuevo -rosa inasible- la poesía”. Acaso fue un presentimiento, pero llegaron gotas de sangre y aires quemados, como llegaron, tras el martirio, los primeros poemas. Escribió el Padre Renaudiere:

El muerto estaba allí
en la colina viva,
el pulso de los verdes
crecía entre sus manos,
en la colina viva.
El ponía su antigua raiz
en el rio inviolable.
Y crecía.
Todo el bosque ascendía
hasta su boca abierta.
Todo hallaba desde sus labios puros
el nombre y su palabra.
Allí todo crecía.
Y el cuerpo, tan despierto
en las colina viva

Jordán B. Genta oyó a San Pablo. Y salió -heraldo nuevo para una proclama antigua- a predicar “oportuna e inoportunamente”. Jamás lo sujetaron moderadores consejos, pero nunca tuvo un gesto de arrogancia. Claro en sus convicciones, nos enseñó con el martirio libremente asumido, que no hay redención sin sacrificio, pero “ese sacrificio del hombre”, ratificaba, “tiene que ser partícipe por la Gracia de Dios, de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo para ser vencedor incluso en la derrota, y para que la vida verdadera surja de la muerte con nitidez fulgurante en la Esperanza Sobrenatural”.
Hay que volver una y otra vez sobre las reflexiones de Genta a propósito de la figura de Monseñor Tiso, para entender su propia figura y su muerte mártir.
Paradigmática es la alabanza que hace Genta del gran eslovaco, como emblema de una genuina política de soberanía física y metafísica. Paradigmáticas las razones en virtud de las cuales enseña que todo hombre de honor debe rechazar el éxito del mundo y homenajear a los grandes derrotados, a aquellos que a imitación del Señor, han resultado vencidos aquí abajo, por no abdicar de las cosas de arriba. Sin proponérselo se está retratando a sí mismo. “¡Qué deferencia más señalada!” –nos dice- “¡ser convocado para honrar a un vencido en la tierra!”. Es el alegato de un hombre superior que ha penetrado en la concavidad más recóndita del secreto del Calvario. La confesión, casi inefable, casi incomunicable, de quien ha visto de cerca la silente victoria del Viernes Santo. Es la inauguraciónb trascendente de la mañana y del gozo, tras la mera inmanencia de la pena y del crepúsculo.
Pero algo más veía Genta cuando hablaba de su admirado Tiso. Tuvo “un destino envidiable” –proclamaba delante de sus compatriotas exiliados que lo escuchaban como a un maestro- “porque mereció el triunfo y la gloria del martirio. ¡El martirio, esa buena muerte, esa preciosa e insuperable muerte donde empieza la vida sin muerte!. Y largos años después de estas palabras, volviendo con fidelidad a rendirle homenaje al sacerdote caído, insistía con tono impetrante: “permanezco en el mismo lugar en que estaba entonces, y espero que la muerte me encuentre, en esa definición católica y nacionalista que profeso, y a la cual he consagrado mi vida” .
La muerte lo encontró a Genta como él quería. Y la tuvo “buena, preciosa, envidiable e insuperable”, cual la había descripto hablando de Tiso. Premonición misteriosa. O deseo recto y ardiente que se alcanza por merecimientos propios. O inspiración bajo el auxilio de la gracia, si se prefiere.
Si los mártires de los últimos tiempos, dice San Agustín, no serán reconocidos como tales, no nos extraña el silencio inexplicable con que se rodeó y se sigue rodeando la ejemplaridad de su martirio desde los ámbitos eclesiásticos. Es lo propio de una jerarquía dúplice y medrosa, enferma de sincretismo, de pusilanimidad y de no pocas heterodoxias graves. Intentado que se hubo el inicio de la causa de la canonización, teniendo en cuenta que es un hecho probado que murió por odio a la Fe, la Comisión Arquidiocesana Para la Causa de los Santos , en carta del 24 de marzo de 2000, le respondió formalmente al Dr. Edmundo Paris –postulador de la causa- “que dado el carácter político de la personalidad del Profesor Jordán Bruno Genta, no es posible aún recomendar al Señor Arzobispo que acceda a lo solicitado”. Como si centenares de santos no hubiesen alcanzado los altares, precisamente a causa de su carácter político, esto es de su abnegada entrega al bien común. Como si la personalidad de Genta pudiera quedar ceñida al ámbito partidario. Como si la doctrina del nacionalismo católico, tal como él la predicó y ejercitó, fuera obstáculo para la beatitud. Es extraño que estos mismos pastores promuevan la canonización de un Angelelli, obviando su caracter político, explícitamente ligado al terrorismo marxista, y hasta trocando su fatal accidente automovilístico en un atentado. Es extraño, pero ya no inhabitual en los desgarradores tiempos que vivimos. Entretanto, “el Señor Arzobispo”, al que “aún no se le puede recomendar que acceda a lo solicitado”, honra al cabalista Maimónides, y festeja el Año Nuevo Judío en el Seminario Rabínico Latinoamericano.
Pero más allá de las erráticas consideraciones del mundo, Jordán Bruno Genta ha sido reconocido por Dios en el Cielo como soldado e hijo digno. Y él, que desde el Alcázar de su Cátedra tantas veces había enseñado a morir “como un acto de servicio”, al llegar al cielo, bien pudo haberle dicho a Dios, parafraseando a Moscardó,“sin novedad, Padre...”
Esta es la verdad. Amaba Genta la buena muerte y la obtuvo como premio. La deseaba y la pedía para sí con una insitencia que tiene sabor a premonición, a misteriosa anticipación de un destino heroico, a clarividencia diáfana de la misión que Dios le había encomendado. Cuando al fin le fue concedida, la recibió con la naturalidad de un sacramento. Se persignó primero, para caer depués sobre el asfalto, a la vera de esos mismos árboles que se entreveían mientras él daba sus clases. Le es imposible a un alma sana, dejar de sentir aún el estremecimiento ante tamaño desenlace. Un hombre solo, sin cargos ni poderes, sin funciones públicas ni puestos influyentes. Un hombre solo y derrotado para el mundo; un hombre con su palabra preñada de verdad y de belleza, era el enemigo que molestaba al Régimen. Y el Régimen, a través de sus sicarios de turno –lo mismo dan sus siglas o divisas- se deshizo de él un domingo de octubre.
Iguales o peores son hoy las circunstancias. Peores si se admite que una corrosiva falsificación de la historia reciente, operada por los medios masivos en manos exclusivas de las izquierdas, agrega su cuota de perversión sobre una sociedad confundida hasta las heces. Sobre una patria por la que ya no bastan los ojos para llorarla, ni el corazón para sentirla herida. Sobre una Iglesia prevaricadora en muchos de sus conductores y de sus miembros. Sobre una Universidad y unas Fuerzas Armadas disueltas y vencidas, sin norte ambas, sin prestigio ni honor ni decoro.
Queda imitar a Genta. Aún en la soledad y en la adversidad, en la travesía y en el desamparo, en la zozobra y en el naufragio. Es posible el testimonio de la inteligencia y de la voluntad. Es posible querer convertirse en testigo. Y el derramamiento de la sangre de los justos, traerá la victoria que no puede llegar sino de esta manera.
“¡Felices los insurgentes!”, le cantaba Pierre Pascal a Maurras, en uno de sus logrados sonetos. “¡Felices los puros, los reprobados, los insumisos, los defensores! ¡Felices los muertos por incendiarse el corazón! ¡Felices los encarnizados hasta los últimos cartuchos! ¡Felices en Don Quijote, los que han preferido, riendo del mañana, vivir a ojos, boca y pulmones llenos!”
Feliz Jordán Bruno Genta, a quien se pueden aplicar estos versos exactos. Y ¡ay de nosotros!, y de lo que por nosotros el bien común dependa, si no somos capaces de recoger su espada, su bandera y su Cruz.


VI. Que Dios te dé el descanso eterno y a nosotros nos niegue el descanso
José Antonio

Nadie puede abandonar lo que ha creado sin quedarse en la creatura. Enigma insondable que sólo descifra el amor, “regalo esencial”, por el cual el milagro de la trascendencia se hace inteligible. Inmóvil secreto que expresara San Agustín cuando decía: “El alma está más donde ama que en el cuerpo que anima”. Esta facultad del alma -asirse a lo que ama, fundirse en lo creado- sobrevive a los años y a la muerte; más aún cuando se ha muerto mártir, que es la forma más alta de morir.
El martirio, acto supremo de amor, don de la sangre, coloca al hombre en imperecedera situación de presencia. Despojado de todo, el mártir nos entrega día a día el ropaje asombroso de su desnudez intacta. La huella de su paso colma el hundido centro de la ausencia. Por eso, y tras tres décadas de su muerte, no se trata de recordar a Genta con dolor, sino de recrear alegremente su presencia.
Debemos heredar para la Patria esa presencia vibrante, ese imperioso legado de cuya plena realización depende el destino nacional. Porque en la encrucijada argentina sólo sigue quedando una opción salvadora, la que él entreviera cuando predicaba que aquella sentencia de Cristo, el “sin mí, nada podéis hacer”, vale tanto para los hombres como para las naciones. De ahí la inutilidad de todo planteo ideológico que desconozca la raíz teológica. De ahí que dijera una y otra vez: “si queremos liberar a la Patria, y nuestra opción política es el Nacionalismo, debemos comenzar por nuestra libertad interior renovando los afectos, bienes y poderes en Cristo Crucificado. Desprendidos del propio yo y de todo lo que poseemos, amaremos a la Patria y al prójimo con un amor trascendente, Amaremos como Cristo nos amó, con una disponibilidad sin reservas para el servicio y con un espíritu de sacrificio que todo lo da sin esperar nada”.
Así hablaba Genta, con “el divino ardor de la palabra que arrebata y entusiasma, para vivir con sentido de grandeza hasta las mas ínfimas de las tareas cotidianas”. Lo escribió a propósito de la correspondencia entre San Martín y Rosas, instando a los jóvenes a que la leyeran. Ahora nosotros le aplicamos a sus escritos sus propias y edificantes palabras. Porque fue la mirada fiel a la Mirada que no transó jamás con la mediocridad y la mentira. Fue la conducta vigilante, tensa, del que sabe que sólo tiene sentido despertar ante Dios. Fue la violencia de la Verdad, ante el escándalo de los timoratos, que no comprenden que “el Reino de los Cielos es para los violentos”. Y fue bien lo sabemos- el centinela sin relevo de la Patria, que desde la atalaya de su verbo profetizó los males que la estaban acechando. El mostró reiterativamente la dañina propiedad de la democracia para subvertir a la Nación. Y lo hizo anticipadamente, mientras muchos contemporizaban o cedían. Pero su voz no se tuvo en cuenta, pues por ella hablaba la Argentina antigua, heroica y teologal;y la Argentina Oficial, esa del cuarto oscuro y los comicios, no quería ni podía escucharlo. Por eso lo silenciaron, y sin saberlo, fue la primera vez que le dieron la palabra.
Los asesinos, víctimas de su propia concepción zoológica, jamás alcanzarán a comprender que, pese a ellos mismos, fueron instrumentos en el plan de Dios. Por que él debía morir así: de pie, persignándose, su talla de gigante entre el cielo y la tierra, a plena luz del día, en un acto de servicio, “sosteniéndole la vista a la derrota”. Por eso tampoco nos quejamos. Aprendimos al fin a recitar la difícil Oración del Paracaidista que nos entregara en plena adolescencia: “...Quiero la inseguridad y la inquietud, quiero la tormenta y la lucha, y que tú me los des, Dios mio, definitivamente...” Nosotros, que reivindicamos la vida incómoda y el paraiso implacable, estamos muy lejos de enhebrar jeremiadas.
¿Qué diría hoy Genta si viera el actual estado de descomposición? Creemos que nos conduciría hacia un rincón de su biblioteca. Allí donde guardaba las fatigadas obras de Platón. Y abriéndolas en las páginas del Fedón, nos leería con su voz sonora aquello de que “el hombre está en el mundo como un centinela, en un puesto que no puede abandonar sin permiso de Dios”, y que entretando, “la sabiduría es la única moneda de buena ley por la que se deben abandonar todas las otras”. O que tal vez nos recordaría aquel pasaje tan aplaudido de su última conferencia: “La Argentina que yo quiero, es una Nación como aquella que ya existió, como aquella de los años 1848-49-50, cuando la más poderosa potencia del mundo. Inglaterra y luego Francia, una con Southern, la otra con Lépredour, firmaron con Arana, con Juan Manuel, los tratados más honrosos de la historia argentina. Yo quiero una nación como aquella que un día, todo el pueblo porteño fue convocado al puerto, y ante ese pueblo de varones y mujeres fuertes, entró en la rada la fragata inglesa Harpy, arrió el pabellón inglés, enarboló el pabellón argentino y lo desagravió con veintiún cañonazos”. Por esta Argentina y por este magisterio, seguimos en combate.
Supo escribir Gerardo Diego ante un muerto cercano y encomiable, que era “vergüenza vivir cuando los buenos mueren”. Que abajo, quienes quedamos, “cantamos y cortamos las flores del poniente”. Mas “las del alba tú solo las cosechas, celeste, del jardín de la vida, tras el mar de la muerte”.
Allí ha de estar entonces, ya sin sombras de dudas, en el altísimo prado, Jordán Bruno Genta, cosechando las flores del alba. Porque Dios así restituye la gloria a quienes lo sirvieron en vida.
Nosotros aquí, a despecho de tantas persecuciones e incomprensiones, de tantas soledades y pruebas, queremos continuar el camino que nos trazó con su ejemplo. Precisamente porque los tiempos son difíciles, porque los recursos son pocos, porque los desertores abundan y los cobardes acechan. Precisamente porque pareciera que está todo perdido y queda por ganar la vida eterna lidiando contra el Maligno. No es mal destino, si se sabe ser dócil a las ultimidades de la historia.
Nosotros aquí, una vez más. Escuchando –como los soldados de Enrique V en vísperas de San Crispín- la promesa magnífica y certera reservada a los que sean capaces de jugarse sin reservas: sus nombres serán resucitados por el recuerdo viviente de los descendientes, y serán saludados con copas rebosantes. Los que no hayan participado de la contienda se sentirán viles, y los protagonistas –aún tumbados- serán ennoblecidos por el coraje.
Nosotros aquí, en este cotidiano entrevero de querer recordar y emular al testigo de la verdad. Para no sentir “vergüenza” de seguir viviendo. Hasta que la flor del alba –señera, firme,altiva- reverdezca luminosa regada con nuestra propia sangre.

El rio de tu nombre es sacramento
-la voz del cielo al agua y la paloma-
tu cuerpo es el torreón que se desploma
sin rendir armas ni lanzar lamento.

Como una profecía, el juramento
de dar tu sangre por la patria, asoma.
Era el martirio un ámbar en redoma,
cristal herido, fiel presentimiento.

Nos dejas las honduras y las galas
de esas lecciones que en tu voz tañían,
los libros del combate jubiloso.

Y un abril por el sur nos dejas alas
que el invasor dedujo que tenían
la fuerza de tu verbo victorioso.






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