lunes, 2 de noviembre de 2009

Misa por Jordán B. Genta en el XXXV Aniversario de su muerte



Caía la tarde sobre Buenos Aires el pasado martes 27 de octubre. En la vieja Parroquia porteña de Las Victorias se fue reuniendo un grupo cada vez mayor de personas. A eso de las 20 horas, el templo estaba colmado. Comenzaba la Santa Misa, organizada por familiares y amigos de Jordán B. Genta, al cumplirse el XXXV Aniversario de su asesinato.
Cuatro sacerdotes concelebraban en el Altar.
El sacerdote que presidía explicó las intenciones de la Misa: rezar por el eterno descanso de Jordán B. Genta y por cuantos murieron en la Guerra Revolucionaria desatada por el Comunismo en nuestra Patria, de ambos lados, encomendándolos a todos a la Infinita Misericordia de Dios.
La unción de los fieles asistentes, la participación activa de todos en la Sagrada Liturgia, los rezos, los cantos tradicionales al son del órgano, fueron creando un ambiente de contenido y sobrio fervor.
A su turno, en la Homilía, el sacerdote trazó el perfil de Genta remarcando su carácter de maestro de la verdad, de fiel discípulo de Jesucristo (a cuya pasión aceptó unirse afrontando la muerte violenta) y exaltando el significado de su vida y de su obra.
También explicó, desde una visón eminentemente teológica, el significado de la segunda intención, la de rezar por todos los muertos, de un lado y del otro. Ello no implica, dijo, ningún juicio moral ni histórico ni apunta a ningún cálculo temporal por legítimo que pueda ser. Es, simplemente, la fidelidad al mandato evangélico de amar a nuestros enemigos. ¿Y qué amor más grande que imprecar para ellos el don imperecedero de la vida eterna?
En las preces se pidió por la Iglesia, por los Obispos, por la Patria, por nuestras familias tan amenazadas, por los familiares de quienes, de un lado y del otro, sufrieron la pérdida de un ser querido en la Guerra Revolucionaria, a fin de que sepan edificar la verdadera concordia en la Paz de Cristo y, por último, por los presos políticos y sus familias para quienes se invocó la gracia de la fortaleza y el auxilio.
Durante la prolongada comunión sonaron las venerables estrofas del Himno del Congreso Eucarístico de 1934, Dios de los corazones. Hacia el final, el Salve Regina saludó a Nuestra Madre del Cielo. En la desconcentración, el Cristo Jesús, en Ti la Patria espera.
A la salida del templo la noche ya cubría a la Ciudad cosmopolita, afiebrada, ajena. Pero nos pareció una noche luminosa: habíamos vivido una hora de Cielo.

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